Con su claridad infinita llega de repente la muerte. Tajante
espejo de lo real, a poner todo de nuevo en perspectiva. No para siempre
aquí. No para siempre aquí.
En casa, A. preguntó y quiso saberlo
todo. R. le dijo que su abuelito entregó su cuerpo. "Ah, entonces el
cuerpo es como una nave?", dijo abriendo más sus ojos brillantes. "Me
gustaría darle un beso". Así: natural, sin pena.
La muerte es la gran pintora de la vida. Llega a darle matices, nadie
sale ileso. Sacude, detiene, oprime, libera. Le da forma a los espacios y
hace emerger los huecos, los lugares vacíos que llenamos con una foto
para no notar tanto que ya no escucharemos esa voz y que tal vez la vida
cotidiana le vaya a borrar matices a su cara en el recuerdo.
Lo que
queda es un gracias y una realidad movida, pero más clara. Gracias,
Roberto, por su existencia infinita, por enseñarme con su partida que la
vida es un momento que es al mismo tiempo hondo y único. Somos ramas
que crecemos y continuamos el árbol.
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